INTRODUCCIÓN: ENTENDIENDO LA ACEPTACIÓN
En la vida, hay situaciones que se escapan de nuestro control y que inevitablemente traen sufrimiento: una enfermedad, una pérdida, una ruptura de pareja, sentirse solo, vivir con dolor crónico, haber tenido una experiencia traumática… Todo esto genera emociones intensas, difíciles, que impactan directamente en nuestro estado de ánimo. Y aunque no nos guste, forma parte de estar vivos.
Sentir tristeza, rabia, miedo o ansiedad… en determinados momentos es completamente válido. El problema viene cuando estas emociones se vuelven muy intensas, se repiten constantemente o no terminan de irse. No por esas emociones en sí, si no porque se hace especialmente difícil el gestionarlas.
Como seres humanos, no nos gusta sufrir. Nos incomoda, nos remueve, y tendemos a rechazar todo aquello que nos haga daño. Es parte de nuestra biología: el dolor se interpreta como una amenaza, y nuestro impulso automático es luchar contra él o evitarlo.
Pero aquí es donde entra la paradoja: por mucho que intentemos huir del sufrimiento o combatir emociones como la tristeza o el miedo, estas no desaparecen. Al contrario, cuanto más tratamos de eliminarlas o evitarlas, más grandes parecen hacerse. Y además, ese esfuerzo constante por «hacerlas desaparecer» nos agota profundamente.
Esto nos lleva a una verdad incómoda, pero importante: hay cosas que nos ocurren en la vida que no se pueden cambiar. Y cuando dejamos de pelearnos con esa idea, quizá podamos empezar a abordarlas de otra forma. ¿Qué pasaría si, en vez de luchar contra el sufrimiento, lo aceptáramos?
¿QUÉ NO ES LA ACEPTACIÓN?
Aceptar no significa resignarse. No es rendirse ni tirar la toalla. Tampoco es estar de acuerdo con lo que pasa o justificarlo. Y, desde luego, aceptar no significa dejar de intentar mejorar las cosas.
Aceptar, en este sentido, significa mirar de frente la realidad, por muy incómoda que sea. Es decir: «esto está pasando, me duele, y aún así decido dejar de gastar fuerzas en luchar contra ello para poder emplearlas en algo que realmente me ayude: pedir ayuda, descansar, cuidarme, hablarlo…´´.
Es una decisión activa. Significa abrirse, tanto mental como emocionalmente, a lo que se está viviendo sin juzgarlo. No se trata de eliminar el dolor, sino de dejar de añadirle sufrimiento por intentar resistirlo.
¿QUÉ COSAS NOS PUEDEN AYUDAR EN LA ACEPTACIÓN?
Nombrar lo que está pasando.
Lo primero es ponerle nombre a lo que sentimos. Decirlo en voz alta o escribirlo. Describirlo de la forma más objetiva posible, como si fuéramos observadores externos.
Por ejemplo, si acabas de tener una pérdida en tu vida, el decir:
«Estoy sintiendo ansiedad y tristeza porque acabo de tener una pérdida importante en mi vida, y eso me está causando dolor.»
No se trata de analizarlo todo ni de juzgar lo que sentimos, sino simplemente de reconocerlo.
Dar espacio a las emociones, a propósito.
El siguiente paso es permitir que las emociones estén, sin intentar cambiarlas o reprimirlas, al menos por un momento y en la medida que se pueda.
«Estas emociones están aquí ahora. No me gustan, pero puedo permitirme darles espacio.»
Esto no significa quedarse atrapado en el malestar, sino dejar de pelearse con él y sobre todo siendo amables con nosotros mismos. No tenemos la culpa de sufrir.
Observar sin identificarse.
Aquí es donde la cosa se vuelve más profunda: observar desde fuera lo que sentimos, pero sin convertirnos en eso que sentimos. Parece raro, pero es clave.
Una forma de verlo: imagina que llevas una camiseta. Esa camiseta no eres tú, la llevas puesta por un tiempo, cumple una función… y luego te la puedes quitar.
Lo mismo pasa con las emociones. Puedes estar sintiendo dolor, tristeza, ansiedad… pero eso no significa que seas ese dolor.
«Estoy experimentando ansiedad, pero eso no me define. No soy mi ansiedad.»
Esto puede entrenarse con ayuda de técnicas de atención plena en el momento presente, respiración, anclaje corporal, o con acompañamiento profesional. Es una práctica muy útil para dejar de fusionarse con lo que duele.
Elegir actuar desde los valores.
Una vez hemos dejado de luchar con lo que sentimos, tenemos más espacio para actuar de forma coherente con lo que nos importa. Y esto es lo que hace que la aceptación no sea solo algo teórico, sino profundamente práctico.
Por ejemplo:
«Hoy salgo a dar un paseo a pesar de estar triste. No para huir de mi sufrimiento, sino porque cuidarme es importante para mí. Y caminar forma parte de eso.»
Esa es la libertad que trae aceptar: elegir hacer cosas no desde el impulso de escapar del malestar, sino desde el deseo de cuidarnos.
PARA CONCLUIR:
La aceptación no es fácil. No es bonita ni cómoda. No soluciona todo ni se aplica a cualquier situación. Pero sí puede marcar una gran diferencia en momentos difíciles.
Y no, no es algo «místico» o de pensamiento positivo vacío. Es una práctica seria, entrenable, respaldada por la ciencia y especialmente efectiva en contextos de dolor emocional, enfermedades crónicas, traumas o pérdidas importantes.
Aceptar no es dejar de sufrir, pero sí puede ser el principio para dejar de añadir sufrimiento al dolor que ya existe. Y sobre todo, puede ayudar a seguir viviendo a pesar de ese sufrimiento, sin que se detenga todo por él.